lunes, 28 de octubre de 2013

El Malogrado, Thomas Bernhard


Joseph Beuys , Plight  MNAM, París
Fotografía tomada en agosto de 2013

    Hemos encerrado a los grandes pensadores en nuestros armarios de libros, desde los que, condenados para siempre a la ridiculez, nos miran fijamente, decía, pensé. Día y noche oigo los lamentos de los grandes pensadores, que hemos encerrado en nuestros armarios de libros, a esos ridículos grandes del espíritu, como cabezas reducidas tras el cristal, decía, pensé. Todas esas gentes han atentado contra la Naturaleza, decía, han cometido el crimen capital contra el espíritu, y por eso son castigadas y encerradas por nosotros para siempre en nuestros armarios de libros. Porque en nuestros armarios de libros se ahogan, ésa es la verdad. Nuestras bibliotecas son, por decirlo así, establecimientos penitenciarios, en los que hemos encerrado a nuestros grandes del espíritu, a Kant, como es natural, en una celda individual, como a Nietzsche, como a Schopenhauer, como a Pascal, como a Voltaire, como a Montaigne, a todos los muy grandes en celdas individuales, a todos los demás en celdas colectivas, pero a todos para siempre jamás, mi querido amigo, hasta el fin de los tiempos y para la eternidad, ésa es la verdad. Y ay de él si uno de esos criminales capitales se da a la fuga, se escapa, inmediatamente se le liquida y se le deja en ridículo, por decirlo así, ésa es la verdad. La Humanidad sabe protegerse contra todos esos, así llamados, grandes del espíritu, decía, pensé. Al espíritu, donde quiera que aparece, se le liquida y se le encierra y, como es natural, siempre se le tacha en seguida de falta de espíritu, decía, pensé, mientras contemplaba el techo de la sala del mesón. Pero todo lo que decimos es un disparate, decía, pensé, digamos lo que digamos es un disparate y nuestra vida entera una sola cosa disparatada. Eso lo comprendí pronto, apenas empecé a pensar lo comprendí, sólo decimos disparates, todo lo que decimos es un disparate, pero también todo lo que nos dicen es un disparate, lo mismo que todo lo que se dice en general, en este mundo sólo se han dicho hasta ahora disparates y, decía, realmente y como es natural, sólo se han escrito disparates, lo que tenemos escrito es sólo un disparate, porque sólo puede ser un disparate, como demuestra la Historia, decía, pensé. Finalmente, me refugié en el concepto de aforístico, dijo, y realmente, una vez, cuando me preguntaron cuál era mi profesión, según él, respondí que era aforístico. Pero la gente no comprendió lo que quería decir, lo mismo que siempre que digo algo no comprende, porque lo que digo no quiere decir que haya dicho lo que he dicho, decía, pensé. Digo una cosa, decía, pensé, y digo algo totalmente distinto, por eso he tenido que pasarme toda la vida con malentendidos, nada más que malentendidos, decía, pensé. Para decirlo más exactamente, nacemos sólo en medio de malentendidos y, mientras existimos, no salimos ya de esos malentendidos, ya podemos esforzarnos lo que queramos, no sirve de nada. Esa observación, sin embargo, la hace todo el mundo, decía, pensé, porque todo el mundo dice algo ininterrumpidamente y es malentendido, en ese único punto se entienden sin embargo todos, decía, pensé. Un malentendido nos pone en el mundo de los malentendidos, que tenemos que soportar como compuesto sólo de puros malentendidos y que volvemos a dejar con un solo y gran malentendido, porque la muerte es el mayor de los malentendidos, según él, pensé.
El Malogrado.  

Ofrenda de Flor Garduño


viernes, 18 de octubre de 2013

Don DeLillo. Ruido de fondo

La Térmica
     
         Era un hombre serio, objetivo y práctico de pies a cabeza. Me sentí extrañado ante la seguridad casi sobrenatural que mostraba en sí mismo, ante su falta de culpa. ¿Será  de esto de lo que se trata Armagedon? ¿La desaparición de la ambigüedad y de las dudas? Se mostraba dispuesto a lanzarse hacia el otro mundo. Estaba forzando al otro mundo a traspasar mi conciencia a través de acontecimientos fabulosos que para él resultaban corrientes, evidentes, razonables, inminentes, ciertos. Yo no percibía la llegada de Armagedón en los huesos, pero me inquietaban aquellos que sí lo hacían, que se encontraban dispuestos para su llegada, que lo anhelaban y se dedicaban a hacer llamadas telefónicas y a retirar sus fondos del banco. ¿Bastará que haya suficientes personas que lo deseen para que ocurra? ¿Cuántas personas son las suficientes?



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       -Yo no me preocuparía de aquello que no puedo ver o sentir -dijo-. Seguiría adelante viviendo mi vida. Me casaría, fundaría un hogar, tendría niños. Sabiendo lo que sabemos ahora no existe ningún motivo para que no pueda hacer esas cosas.
       - Pero ha dicho antes que nos hallábamos ante un caso de exposición.
       - No lo dije yo. Lo dijo el ordenador. Lo dice el conjunto del sistema. Es lo que llamamos un recuento masivo de bases de datos. Gladney, J. A. K. Introduzco el nombre, la sustancia y el tiempo de exposición y, a continuación , penetro en su historial informático. Sus genes, sus datos personales, médicos, psicológicos, policiales y hospitalarios. La pantalla me devuelve destellos intermitentes, lo que no significa que vaya a ocurrirle nada, al menos no hoy ni mañana. Tan sólo implica que usted constituye la suma total de sus datos. Nadie escapa a eso.

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       -Parecen tenerlo todo bajo control- dije.
       - ¿Quiénes?
       -Los que están a cargo de esto.
       -¿Quiénes son?
       -Da lo mismo
       - Es como si nos hubieran arrojado hacia atrás en el tiempo -dijo-. Aquí estamos, en la Edad de Piedra, habiendo aprendido  ya todas esas cosas tan importantes a lo largo de siglos de desarrollo y aún incapaces de facilitar la vida de los habitantes de nuestra época. ¿Podemos fabricar un refrigerador? ¿Podemos siquiera explicar cómo funciona? ¿Qué es la electricidad? ¿Qué es la  luz? Se trata de cosas que experimentamos todos los días de nuestra vida y, sin embargo, ¿de qué nos sirven si nos vemos remontados en el tiempo y no podemos siquiera revelar a la gente sus principios básicos y mucho menos fabricarlas para mejorar nuestra situación? Nombra una sola cosa que serías capaz de fabricar. ¿Podrías acaso fabricar una simple cerilla de madera con la que obtener fuego al rasparla contra una piedra? Nos creemos tan importantes y tan modernos, con nuestros alunizajes y nuestros corazones artificiales. Pero, ¿qué ocurre si uno es arrojado a otro tiempo y se encuentra cara a cara con los antiguos griegos? Los griegos inventaron la trigonometría. Realizaban autopsias y disecciones. ¿qué podrías decirle a un griego a lo que el no respondiera "Vaya cosa"? ¿Podrías hablarle del átomo? "Átomo" es una palabra griega. Los griegos sabían que los acontecimientos fundamentales del universo no pueden ser distinguidos por el ojo humano. Son ondas, rayos, partículas.

Ruido de fondo. Don DeLillo.

domingo, 13 de octubre de 2013

Espejo negro


Fuente de la Carretera de la Cabra, septiembre 2013

Dos cuerpos que se acercan y crecen 
y penetran en la noche de su piel y su sexo, 
dos oscuridades enlazadas 
que inventan en la sombra su origen y sus dioses, 
que dan nombre, rostro a la soledad, 
desafían a la muerte porque se saben muertos, 
derrotan a la vida porque son su presencia. 
Frente a la vida sí, frente a la muerte, 
dos cuerpos imponen realidad a los gestos, 
brazos, muslos, húmeda tierra, 
viento de llamas, estanque de cenizas. 

Frente a la vida sí, frente a la muerte, 
dos cuerpos han conjurado tercamente al tiempo, 
construyen la eternidad que se les niega, 
sueñan para siempre el sueño que les sueña. 
Su noche se repite en un espejo negro.
 

viernes, 11 de octubre de 2013

Philip Roth. Zuckerman encadenado (II)

Serigrafía en papel japonés, París 2013


—Acabo de encontrar veintisiete borradores de un solo relato —me dijo ella.
—¿De cuál? —pregunté yo, interesadísimo.
—«La vida es un fastidio».
—Tantos intentos —dijo Lonoff— para al final hacerlo mal.
—Tendrían que erigir un monumento a su paciencia —le dijo ella.
Él se señaló con un vago gesto el creciente de grosura que tensaba los botones de su chaqueta:
—Ya lo han hecho.
—En clase —siguió ella—, solía decirnos a los estudiantes de escritura literaria: «No hay vida sin paciencia.» Ninguna de nosotras entendía de qué estaba hablando.
—Tú sí lo entendías. Tú tenías que entenderlo. Fue algo que aprendí mirándote a ti, mi querida señorita.
—Pero si yo soy incapaz de esperar —dijo ella.
—Pero lo haces.
—Reventando de frustración, todo el tiempo.
—Si no reventaras de frustración —puso el profesor en su conocimiento—, no te haría ninguna falta la paciencia.
La visita al maestro. Del capítulo Maestro

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     Casi tres meses después de haber enviado su pedido al editor de Ámsterdam, a principios de agosto, en un día cálido y soleado, había un paquete en Boston , demasiado grande para el apartado de correos  de Pilgrim Bookshop, esperando que fuese a recogerlo. Llevaba una falda beis, de lino,  y  una ligera blusa de algodón blanco, planchadas ambas la noche anterior. Llevaba el pelo, que aquella primavera se había cortado a lo paje, recién lavado y peinado, de la noche anterior, y tenía la piel uniformemente tostada. Todas las mañanas nadaba una milla, y jugaba al tenis por las tardes, y, en conjunto, estaba en la mejor forma que puede estar una chica a los veinte años. Quizá fuera por eso por lo que no rompió el cordel con los dientes, ni se cayó desmayada al suelo, cuando el empleado le puso en las manos el paquete. Lo que hizo fue ir caminando a Common, con el paquete procedente de Holanda colgándole de una mano, y, una vez allí, dar unas cuantas vueltas hasta encontrar un banco libre. Primero se sentó en un banco a la sombra, pero luego se volvió a levantar y siguió buscando el sitio perfecto, a la luz del sol.
    Tras haber sometido a concienzudo análisis los sellos holandeses-series de después de la guerra, desconocidas para ella- y contemplando el matasellos, se puso a la tarea de comprobar con  cuánta minucia lograba deshacer el envoltorio. Era una ridícula  exhibición de serena paciencia, y así quería ella que fuese. Se sentía, a la vez, triunfadora y aturdida. Aguante pensó, paciencia. Sin paciencia no hay vida. Cuando por fin terminó de desatar el cordel y de desplegar, sin desgarrones, las diversas capas de grueso papel marrón, tuvo la impresión de que lo que había extraído de la envoltura para colocarlo en el regazo de su muy linda y muy norteamericana falda de lino beis era su propia supervivencia.
Van Anne Frank. Su libro. Suyo.
La visita al maestro. Del capítulo Femme Fatale


sábado, 5 de octubre de 2013

Philip Roth. Zuckerman encadenado (I)

 


         -Cojo frases y les doy vueltas. Eso es mi vida. Escribo una frase y le doy una vuelta. Luego la miro y le doy otra vuelta. Luego como algo. Luego vuelvo y escribo otra frase. Luego tomo el té y le doy una vuelta a la nueva frase. Luego vuelvo a leer ambas frases y sigo dándoles vueltas. Luego me echo en el sofá y pienso un poco. Luego me levanto, lo tiro todo a la papelera y empiezo desde el principio. Y si me desentiendo de esa rutina durante más de veinticuatro horas, me pongo frenético de aburrimiento por la sensación de estar desperdiciando el tiempo. Los domingos desayuno tarde y leo los periódicos con Hope. Luego salimos al monte, a dar un paseo, y no se me quita de la cabeza la sensación de estar perdiendo un tiempo precioso. Los domingos, cuando me despierto, la perspectiva de no poder utilizar las próximas horas me sitúa al borde de la locura. Me entra una desazón tremenda, me pongo de mal humor, pero también Hope es humana, comprende usted, y me avengo. Para evitar problemas, me obliga a dejar el reloj en casa. Y me paso el rato mirándome la muñeca -y ahí se acabó todo, si no se ha acabado antes por culpa del humor de perros que llevo. Ella arroja la toalla y nos volvemos a casa. Y, una vez en casa ¿en qué se distingue un domingo de un jueves? Tomo asiento frente a mi pequeña Olivetti y me pongo a mirar las frases y a darles vueltas. Y me pregunto ¿cómo es que para mí no hay ningún otro modo de ocupar las horas? [...]


       No se me ocurría qué decir. La existencia que acababa de describir me sonaba a paraíso; que no se le ocurriera nada mejor en que ocupar su tiempo que dar vueltas a las frases se me antojaba una bendición, y no sólo para él, sino para la literatura en general [...]

     -Ni se me pasaría por la cabeza seguir escribiendo después del té, si se me ocurriera algo a que poder dedicar el resto de la tarde"[...]
La visita al maestro