domingo, 23 de noviembre de 2014

El centelleante término medio de la literatura



La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.
La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es  la architramposa Naturaleza. La naturaleza siempre o engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.
Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita «el lobo, el lobo», podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pequeño mago. Fue el inventor.
Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor.
Al narrador acudimos en busca del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas.

Las tres facetas del gran escritor -magia, narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremecimiento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenemos un poco equidistantes, un poco despegados. Entonces observamos, con; un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.
  Curso de Literatura europea, Vladimir Nabokov
Traducción de Francisco Torres Oliver 
Editorial Bruguera, Barcelona,  1980  

viernes, 14 de noviembre de 2014

En fase de actividad mental


    "Un joven en fase de actividad mental -se dijo Ulrich y probablemente se refería a Walter, su amigo de juventud-, irradia de continuo ideas en todas direcciones. Pero solo lo que haya resonancia en el ambiente reverbera en él y toma forma, mientras que todas las demás irradiaciones se esparce en el espacio y se pierden". Ulrich no tenía inconveniente en aceptar que un hombre inteligente posee la peculiaridad de tener una inteligencia más primitiva que sus atributos; él mismo era un hombre lleno de contradicciones, y creía que todas las aptitudes atribuidas a la criatura humana descansan, bastante juntas, en la inteligencia de cada hombre, si es verdad que el hombre tiene inteligencia. Quizá no es esto del todo exacto, pero lo que nosotros sabemos del origen del bien y del mal induce a pensar que cada uno tiene un número de talla interior, y que esa talla puede ser cubierta con los trajes más diversos, si así lo dispone el destino. A Ulrich no le pareció tan sin sentido lo que había pensado. Si en el curso del tiempo las ideas ordinarias y personales se refuerzan a sí mismas y se pierden las extraordinarias de modo que casi todos, con la precisión de un engranaje mecánico, aparecen cada vez más mediocres, esto demuestra por qué, a pesar de las mil posibilidades que se nos ofrecerían, el hombre corriente sigue siendo el más corriente. Explica también  cómo, entre los privilegios que se hacen valer y que obtienen reconocimiento, hay una cierta mezcla  que tiene aproximadamente un 51 por ciento de profundidad y un 49 por cien de superficialidad; los hombres con esta mezcla son los que más éxito consiguen. Ulrich encontró esto tan complicado y absurdo, tan insoportable y triste, que de buena gana hubiera pasado a pensar en otra cosa.


Robert Musil, El hombre sin atributos. 

Traducción de  José M. Sáenz 
Seix Barral, Barcelona 2008, pág 122



sábado, 1 de noviembre de 2014

Vértigo de Sebald


    Constata que es poco frecuente que una persona se vuelva loca, si bien la mayor parte del tiempo no falta mucho para que esto llegue a suceder. Basta con un trastrueque insignificante para que nada vuelva a ser lo que era. En sus reflexiones, Casanova compara un entendimiento  claro con un cristal que no se rompe hasta que no lo haya roto alguien. Pero con qué facilidad es destruido. Simplemente con un movimiento equivocado. Por ello toma la decisión de reponerse y de aprender a discernir su situación en la medida de lo posible. 

W.G. Sebald, Vértigo, Barcelona.
Ed. Anagrama, 2010, págs 55-56. 
Trad. Carmen Gómez García