lunes, 18 de enero de 2016

La noche del oráculo, Paul Auster

    

Al principio de nuestra amistad, Trause me contó una historia sobre un escritor francés que había conocido en París en los primeros años cincuenta. No recuerdo su nombre, pero John me dijo que había publicado dos novelas y una colección de relatos y se le consideraba uno de los mejores representantes de la nueva generación. También escribía algo de poesía, y poco antes de que John volviera a Estados Unidos, en 1958 (tras vivir seis años en París), aquel escritor conocido suyo publicó un poema narrativo que giraba en torno a un niño ahogado. Dos meses después de publicado el libro, el escritor y su familia fueron de vacaciones a la costa de Normandía, y en el último día de viaje su hija de cinco años se metió en las picadas aguas del Canal de la Mancha y se ahogó. El escritor era un hombre sensato, afirmo John, una persona conocida por su lucidez y agudeza mental, pero echó al poema la culpa de la muerte de su hija. Sumido en su gran dolor, se convenció a sí mismo de que las palabras que había escrito sobre un ahogamiento imaginario habían causado una muerte verdadera, de que su ficción trágica había provocado una tragedia real. En consecuencia, aquel escritor de enormes dotes, aquel hombre que había nacido para escribir libros, juró no volver a escribir jamás. Había descubierto que las palabras mataban. Las palabras tenían la virtud de alterar la realidad y, por tanto, eran demasiado peligrosas para que pudieran confiarse a un hombre que las amaba por encima de todas las cosas. Cuando John me contó esa historia, la hija llevaba muerta veintiún años, pero el escritor seguía sin quebrantar su promesa. En los círculos literarios franceses, aquel silencio lo había convertido en una figura legendaria. Se le tenía en la más alta consideración por la dignidad de su sufrimiento, era compadecido por todos los que lo conocían, mirado con el mayor de los respetos.
Paul Auster: La noche del oráculo.
  Barcelona: Anagrama, 2004
Páginas 233-234

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