sábado, 30 de abril de 2016

Personajes que son y ven



     La sensación que tenía Kate era que siempre la obligaba a algo; y, cada vez que iba al triste barrio de Chelsea, al llegar a la puerta de la casita cuyo reducido alquiler no podía quitarse de la cabeza , se preguntaba con fatalismo de qué se trataría en aquella ocasión. Reparaba con agudeza en que el desencanto volvía egoísta a la gente, se maravillaba de la calma -a la pobre mujer solo le quedaba eso- con que Marian daba por sentado ciertas cosas, como que, por el hecho de ser la pequeña, debía someterse y desempeñar para siempre el papel de hermana. Desde ese punto de vista, Kate existía solo para la casita de Chelsea, y la moraleja, por su puesto, era que cuanto más te entregabas en menos te quedabas. Siempre había gente dispuesta a aprovecharse de ti que no se paraba a pensar que te estaba devorando: lo hacía sin darse cuenta siquiera.
   
      No  había mayor desdicha, o al menos mayor desconsuelo, razonaba además, que estar hecha a la vez para ser y para ver. Siempre veías, en ese caso, algo distinto de lo que eras y en consecuencia nada de la paz de tu situación. Desde su posición, Kate  no era hipócrita porque fingiese ser virtuosa, porque se entregara de verdad, sino porque fingía ser estúpida, ya que ocultaba  cómo era en realidad.





Páginas 34 y 35
Henry James: Las alas de la paloma
Traducción: Miguel Temprano García, Editorial Alba
Barcelona, 2016

martes, 12 de abril de 2016

Ender



      Eso es la Tierra -pensó-. No un globo de miles de kilómetros, sino un bosque con un lago brillante, una casa escondida en la cresta de la colina, rodeada de árboles, una ladera cubierta de hierba que subía desde el agua, peces saltando y pájaros cayendo en picado para atrapar los insectos que vivían en la frontera entre el agua y el cielo. La Tierra era el ruido constante de grillos y vientos y pájaros. Y la voz de una chica, que le hablaba de su infancia lejana. La misma voz que una vez le protegió del terror. La misma voz por la que que haría cualquier cosa para que siguiera viviendo, incluso regresar a la escuela, incluso dejar la Tierra de nuevo otros cuatro, cuarenta o cuatro mil años. Aunque quisiera más a Peter.

    Tenía los ojos cerrados, y no había emitido ningún sonido excepto el de su respiración; sin embargo, Graff extendió la mano por él y le tocó la suya.
Orson Scott Card: El juego de Ender.
Traducción de José María Rodelgo y Antonio Sánchez
Nova, Barcelona, 2011, pág 276